viernes, 27 de marzo de 2020

Crónica de un día de confinamiento en Barcelona

Mañana cumplimos dos semanas de confinamiento por el COVID-19 en España, desde que se promulgó el "estado de alarma".

Esto quiere decir que no podemos salir de casa más que para ir a comprar comida, a la farmacia, a centros de salud, a pasear al perro o a trabajar (aquellos que pueden ir a hacerlo, que son bien pocos). Los demás, en casa; con niños y mascotas. Los mayores de 65 años, por ser el grupo de la población más vulnerable, tienen máxima alerta y no se les puede ir tampoco a visitar, ni mucho menos tocar o abrazar...

Esta mañana he salido de casa para ir a comprar algo de comida para la semana. Solo lo hago una vez a la semana (y otra, mi marido). Como el gobierno de España decretó estado de alarma hace ya varios días, nos toca tomar varias precauciones: la repetida hasta la saciedad de lavarnos las manos a cada rato, estornudar o toser en el codo, no salir de casa a no ser que sea totalmente necesario, y cuando lo hagamos, mantengamos una distancia de 1,5 metros con respecto a cualquier persona y se nos recomienda el uso de una mascarilla, si es que la encontramos (mucha gente se la ha hecho de fabricación casera). Todo ello por nuestra propia seguridad y la ajena. Para remachar el clavo, el gobierno de Cataluña ha facilitado una página web de la que podemos extraer un formulario en el que marcamos con una cruz el motivo de nuestra salida del hogar, el lugar de origen y el de destino, y firmamos con nuestro nombre completo, firma, fecha y nº de documento de identidad. Ello facilita el trámite si la policía te para cuando estás circulando. La cosa no es baladí: la sanción por una salida no justificada va entre los 600€ y los 30 000€.

Pues bien, me he provisto del susodicho documento, que me he guardado en el bolsillo de la chaqueta porque ni siquiera me he llevado el bolso; solo la cartera para pagar y la bolsa de la compra. Me he tapado con chaqueta, bufanda y guantes y me he llevado el casco de la moto, que me he puesto después de aparcar el coche en el supermercado. Todo muy surrealista, casi de película: los clientes hacían cola a la entrada del supermercado, con unos dos metros de distancia entre cada persona (ah, se me olvidó decir que no puedes ir a comprar acompañado de nadie, solo se admite un miembro de la familia para cada salida); de las pocas personas que andan por la calle, el noventa por ciento lo hacen con algún tipo de mascarilla, algunas más profesionales y otras caseras; algunos se aventuran a salir sin taparse la boca y la nariz, los menos. Casi nadie habla --tampoco tienes con quién. Solo un señor que va por detrás de mí en la cola charla con una mujer que le sigue, probablemente sean vecinos. Me toca hacer media hora de cola. De 9 a 10 de la mañana, el supermercado tiene la cortesía de dejar entrar a los mayores de 65 años para su seguridad. Yo reviso mensajes de whatsapp y correos electrónicos, como casi todo el mundo, con mi casco puesto. por supuesto. Nadie presta atención a mi apariencia; "mira esta loca que va al supermercado con el casco puesto", dirían en otras circunstancias. Las modas y las apariencias han pasado a ocupar un segundo lugar, qué remedio.

Cada vez que sale un cliente con el carro cargado, entra otro. Cuando me toca, entro veloz y me voy directa a los estantes donde ya sé lo que tienen. Hay de todo, papel higiénico, toallitas higiénicas y todos los productos de los estantes que las televisiones se afanan en mostrar vacíos y arrasados por una clientela temerosa del debacle en otros países. Pues no, aquí no se ve a nadie temeroso. Cada cual anda por los pasillos en busca de sus artículos. Yo hago lo propio. Y como hoy es viernes, me voy a la sección de pescado fresco y compro el que me gusta para el día de hoy, ya que una vez a la semana solemos comerlo. Me las arreglo como puedo para elegir la mercancía y cargarla en el carrito con los inconvenientes del casco puesto en la cabeza, los guantes de plástico que el supermercado regala en la entrada y el calor que me asalta y hace que se me empañe la visera de la moto por dentro, por lo que a ratos tengo que abrirla y ventilar el casco unos pocos segundos. ¡Espero que no se me haya colado ningún virus en estos momentos!

Bueno, por fin termino la compra y salgo con las bolsas hacia el parking de la planta inferior. Cargo las bolsas en el maletero y me quito el casco, que coloco en el asiento trasero. ¡Vaya, qué alivio! Sigo mi ruta hasta el siguiente destino: la pollería. ¡No, no es para mí! es que la pollera me guarda pedacitos de pollo y carne para mis gatos. Es una fan de los felinos, como yo. Así que todas las semanas pasamos por su tienda y nos tiene reservada una bolsita con restos de pollo frescos, que hacen las delicias de mis amigos gatunos. Luego voy a la panadería. No hay nadie, y cuando estoy a punto de salir, entra un cliente que obviamente guarda las distancias. Curiosamente la ciudadanía ha acatado en su mayoría las normas: todos tenemos claro que hay que mantener los dos metros de distancia, y se respeta por lo que yo he podido ver. Luego paso por casa de mi madre a recoger un paquete que me han mandado de Amazon; papel de oficina para trabajar en casa. Esta es una de las pocas empresas que se ha lucrado con el asunto del virus, y en vez de tener que despedir a sus empleados, como la mayoría, ha contratado a cien personas. Da que pensar. Saludo a mi madre desde más de cuatro metros de distancia: forma parte del colectivo más vulnerable y aunque no entiende muy bien hasta dónde vamos a llegar con esto, se toma el aislamiento con resignación y por suerte está atendida. Nos despedimos con un beso al aire.

El paisaje en la ciudad es inhóspito. Un día entre semana, cuando las tiendas están todas abiertas y un montón de personas recorren las calles de una a otra para comprar o simplemente curiosear, hoy no hay nadie. Todas las tiendas están cerradas, salvo las de alimentación. Se respira una sensación extraña en el ambiente: percibo que la gente que sale lo hace enfocada a obtener sus víveres y punto. No hay paseos ni demoras; cafés de la mañana ni tentempiés a media tarde. Se diría que es un domingo a las seis de la mañana. Pero no; son las 11 de la mañana de un viernes cualquiera de finales de marzo. Las sonrisas o las muecas de preocupación han quedado veladas tras las mascarillas antisépticas. El virus se ha adueñado de nuestras vidas, se ha convertido en nuestro reloj, nuestra agenda y nuestro dietario para el próximo día, semana, mes o meses... Nadie sabe a ciencia cierta qué pasará. Sin duda, esto cambiará algunas pautas de vida por algún tiempo.

Se cuentan por centenares de miles los infectados por el virus. Miles los fallecidos. En Madrid, la ciudad más afectada de España con diferencia, tiene los servicios médicos al borde del colapso; han fallecido muchos pacientes, el virus ha arrasado con la tercera edad y las residencias de ancianos, que se han llevado la peor parte, pero también ha afectado a los de mediana edad o incluso jóvenes: algunos también han fallecido; he leído en alguna parte que los que estaban tomando ibuprofeno... El personal médico no se ha librado de la pandemia: médicos, enfermeras, cuidadores de ancianos... Los gobiernos hicieron un llamamiento a profesionales de cualquier especialidad para engrosar las filas de los sanitarios que iban viendo cómo algunos de sus compañeros caían en la línea de fuego del enemigo invisible: médicos jubilados, estudiantes del último año de la carrera que estaban por sacarse el MIR, hasta jóvenes médicos de Cuba habían fletado hasta Madrid para alistarse...

A nadie ya le cabe duda de que este extraño y dantesco escenario es el de una guerra biológica o bacteriológica, en la que el enemigo principal se nos escapa de la vista y de las manos; pero es tan mortífero como las bombas de las guerras mundiales o las lanzas de la Edad Media. Ningún gobernante daba crédito a lo que ocurría en otros países más al oriente, pues la traza del virus, igual que la sabiduría, ha venido de oriente. Nadie podía presagiar la malignidad de esas ventosas que se han adherido a las células de sus víctimas sin discriminar por raza, sexo, nación o estatus. Hoy, sin ir más lejos, oigo en las noticias que la última víctima célebre es el primer ministro británico, Boris Johnson, que se añade a un elenco de gobernantes o parientes de, en muchos países occidentales: el de Australia, la esposa del de Canadá, el príncipe Carlos de Inglaterra, la vicepresidenta del gobierno de España, varios ministros del gobierno español, el presidente y el vicepresidente del gobierno de Cataluña... Cualquiera diría que en la campaña de márketing del virus figuraba el contagio de varios personajes políticos clave en el escenario mundial: "¡Políticos y gobernantes del mundo: vais a caer a mis pies!; ¡nadie es inmune a mis ventosas!".

El otro día le dije medio en broma a una vecina mía que borro el 90 por ciento de los mensajes que me llegan; la causa principal es que me llenan la capacidad de almacenaje y con el móvil que tengo no me puedo permitir ese colapso: ¡bastante tenemos con el del sistema sanitario, como para que también se nos colapse en sistema cibernético! A los remedios contra el virus de más o menos credibilidad se le añaden las estadísticas, los artículos de prensa mundial y los chistes. Por cierto, me llegaba ayer un artículo del periódico inglés The Guardian criticando la lenta e ineficaz respuesta del gobierno español a la pandemia, y un día después nos enteramos todos de que al Sr. Johnson se le ha metido por la nariz el funesto virus. Y es que uno de los postulados del mission-statement del virus es precisamente; "¡Por la boca muere el pez!". ¿No les parece que ya es hora de que soltemos amarres y echemos por la borda tanta arrogancia?

Leo con estupefacción que el Sr. Trump --a quien el test le dio negativo: praise God!-- está diciendo que hay que superar rápido esto y volver al trabajo. Dios les ampare a mis queridos y respetados amigos estadounidenses: el virus acaba de aterrizar en sus aeropuertos y todavía no se ha paseado por los parques Disney ni montado en sus atracciones... Con la cantidad de gente provista de patologías varias y avanzada edad que hay en el país, no cabe augurar precisamente una despedida rápida por parte del virus de sus fronteras. Y mucho me temo que al covid-19 and co. no les va a poder levantar ningún muro. Ojalá que a Mr. President y a sus acólitos de Brasil, UK, etc etc les ilumine el Todopoderoso y se den cuenta de que es el momento de que sus conciudadanos se queden en casa y dejar nuestras ciudades para las palomas, las golondrinas, las tórtolas, las hormigas, los jabalíes y pronto los petirrojos.

¿Qué es primero; la economía o la vida de las personas? Pues yo creo que la vida, ¿no? porque si no hay vida no hay economía ni nada, ¿verdad? Todo se ve con la lupa de las cifras y los billetes verdes hasta que el virus entra sin llamar a la puerta. ¡Ay caramba! Y entonces la cosa es radicalmente distinta: empiezas a correr para que el mosquito no te pique en la espalda, y entonces toca empezar a tomar medidas drásticas cuando ven que les empiezan a caer primero cientos y luego miles y luego centenares de miles... porque nadie ve llegar al virus y este no espera a ser invitado. Un café con un amigo, o simplemente un cruce de palabras con alguien o un estornudo al aire... cualquier ocasión es válida para que esos repetidos "aerosoles" --magnífica palabra-- se cuelen por las fosas nasales o la garganta del pobre transeúnte que pasaba por allí, y ¡zas! De este pasa a la esposa, de esta a los hijos, de estos a los amigos, a sus papás y así es como se extiende exponencialmente lo que ya todos hemos oído nombrar: la pandemia.

Yo sinceramente no tengo la bola de cristal; con la astrología y algunas profecías nos basta para saber que estamos en una época crucial y que este momento demanda cambios de conciencia muy importantes. Y no me estoy refiriendo solamente a la contaminación de nuestras ciudades, que se han visto muy beneficiadas por nuestra permanencia en el hogar y el consiguiente ahorro del humo del tubo de escape de nuestros vehículos: es un hecho visible que la capa de smog ha desaparecido prácticamente de la atmósfera. Las ciudades lucen más limpias y la delincuencia ha disminuido: los ladrones también están confinados. El silencio impregna nuestras calles. Tal vez esto no sea una revelación en algunos países nórdicos o lugares ya aislados de por sí, pero en ciudades vitales y concurridas como Barcelona u otras de Europa, el fenómeno realmente es digno de ver. El aura de la ciudad también se ha limpiado. Los que andamos involucrados en asuntos espirituales, sabemos que esto es un buen mordisco de karma planetario. Y, al igual que el karma personal, entraña lecciones muy profundas, porque el karma no es sinónimo de fatalidad, sino que es el maestro que nos trae de regreso a nuestros propios actos para que aprendamos una lección pendiente y demos un paso adelante.

Sin duda, el hecho de tener que privarnos de artículos "no esenciales" (y la peluquería tampoco lo es) ha puesto en jaque no solo la pervivencia de muchos negocios que no venden mercancías 'esenciales', y que son la mayoría, me atrevo a decir, sino también la propia existencia o necesidad de esos negocios. Entonces ¿qué habrá que hacer con ellos? se preguntarán. Pues no lo sé. Pero habrá que hacer uso del ingenio humano para averiguarlo. Y ese va a ser un reto fundamental para los próximos tiempos, me atrevo a anticipar. Muchas cosas tienen que cambiar. Pero no se preocupen, no les voy a dar la lata con más elucubraciones acuarianas. Disfruten del confinamiento los que lo tengan, y los que no, por favor, no se la jueguen: quédense en casa. Hagan lo que hace tiempo querían hacer y no hacían por falta de tiempo. Lean o relean esos libros tan necesarios que ponemos en sus manos justamente para eso: para que los lean y no para que los coloquen en los estantes. Ahora es un momento idóneo para hacerlo. Recapaciten sobre lo que han hecho y los que han venido a hacer a este mundo. El tic tac avanza y no hay vuelta atrás. Estamos en la era de Acuario, pero nos toca hacerla realidad en nuestra conciencia. Es una era de amor, paz, fraternidad, solidaridad. Justo eso que estamos viendo en algunas ciudades donde algunos policías patrullan solos por las calles y acuden a felicitar a algunos niños por sus cumpleaños, donde la gente sale a las terrazas y los balcones a aplaudir al personal sanitario que se está dejando la piel para salvar vidas, donde nos toca reinventarnos cada día desde el hogar con nuestros hijos sin salir de casa para que hagan la tarea por internet, para valorar lo que realmente es importante, lo único que tenemos aquí: a nosotros mismos, nuestro afecto, nuestra preocupación por los demás, nuestra salud y nuestros alimentos. La fortaleza de nuestro corazón es lo que nos va a impulsar hacia ese nuevo peldaño. Dejar atrás recelos, críticas, odios. Pedir perdón por los errores del pasado y perdonarse uno mismo. Mirar hacia arriba y estar dispuestos a escribir en una página en blanco con tinta nueva.

 ¡Ah! No se olviden de darse un poco de crema en las manos antes de acostarse para hidratarlas: les vendrá bien después de tanta agua y jabón y tantos productos de desinfección que manejamos. Con un poco de aceite de almendras, mucho mejor.

Buen fin de semana a a todos.

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